viernes, 3 de diciembre de 2010

yiff-yiff

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Para los que opináis que lo bueno si breve, dos veces bueno, pinchad: yiff-yiff.
Para los que preferís que me enrolle como una persiana:



Jodienda animal.
Copular como animales irracionales es una tarea complicada hoy día. Parece que debía ser lo más sencillo del mundo sacar al reptil que llevamos dentro, que emerja el lagarto que fuimos o el mamífero carente de prejuicios. Es difícil y sin embargo un objetivo que muchos nos proponemos. Es una filia a la que ya se ha puesto nombre: yiff, vocablo de procedencia anglosajona que viene del sonido gutural que realizan los zorros en su jodienda: yiff-yiff-yiff. Yiffers son aquellos que gustan de animalizarse para el sexo.
La primera dificultad que se encuentra un adepto para poner en práctica su fantasía es la incapacidad generalizada de liberarnos del sentido del ridículo. Ponerse delante del amante visualizándote como una hiena, por ejemplo, requiere cierta práctica en las técnicas de interpretación Stalislavki, esa teoría que conocen bien los actores y que consiste en la  interiorización de un sentimiento para representarlo.
Algunos yiffers para inspirarse se disfrazan, se ponen escafandras de peluche con forma de gorilas, de oso o de mamut con las convenientes aberturas, cubren su cara con máscaras y de este modo es mucho más sencillo meterse en el papel a desarrollar. Personalmente me asfixio dentro de esos abrigos cuando la temperatura corporal sube, además del inconveniente de que elimina el placentero roce de piel con piel. Eso sí: las risas están garantizadas.
Otra dificultad es nuestro entorno habitual. Para hacerlo como zorros, como jabalíes o como toros no resultan en absoluto inspiradores los dormitorios con cortinas, alfombras y colchas, ni los salones de sofás.
Depende del animal que se decida interpretar, ha de escogerse el emplazamiento y lo mejor es un lugar en la naturaleza virgen. Para hacer de cocodrilo, las orillas de alguna playa desértica del caribe o del Mediterraneo, con el sol calentando el cuerpo inerte y las aguas humedeciéndolo, lubricándolo. Hay que saber que esta práctica está prohibida en la mayoría de los lugares del mundo, lo cual incomoda mucho a la comunidad yiffer, puesto que abogan por la misma libertad de cópula que tienen las demás especies. “las moscas peden hacerlo en un anfiteatro y nosotros hemos de escondernos como delincuentes”, reivindica un yiffer activista que prefiere mantenerse en el anonimato.
Para jugar al mamífero grande - mi recomendación en cualquiera de sus variables- lo óptimo es un bosque o pradera. En la Galicia interior donde el rural está en manos del abandono, como no hay mal que algún bien traiga, disponemos de magníficos montes cargados de vegetación estimulante donde es prácticamente imposible encontrar un alma humana y se convierten el lugares perfectos para brincar como primates o trotar como equinos.
Localizado el lugar conviene desprenderse de la ropa o disfrazarse. Es importante no olvidar desprenderse de adornos como el reloj, anillos o pendientes que podrían resultar completamente anacrónicos en el juego de rol. Es importantísimo que las nalgas y los genitales queden liberados, el macho ha de concentrarse en esas zonas como les sucede a las fieras. Entonces se puede jugar al encuentro. Los individuos pasean por separado en un entorno limitado hasta que se produce el encuentro y con él el reconocimiento a modo de miradas  y olisqueos. Ambos amantes deben llevar dos o tres días sin catar jabón o champú y, por supuesto, nada de aromas artificiales. Él querrá olfatear sobre todo la vulva y ella se lo tratará de impedir, pero al mismo tiempo siente curiosidad por los perfumes que desprende el macho. Ella, sorprendida por las inesperadas reacciones voluptuosas de su cuerpo ante esos elixires varoniles, escapa. Comienza una carrera entre la maleza, dejando fluir la adrenalina de la huida. Como si le fuese la vida en ello escapa, esa bestia no ha de cazarla. Es raro que una fémina se deje montar de buenas a primeras en el mundo animal: él ha de currárselo. Puede intentar convencerla llamando su atención interpretando el típico show de arrancar ramas, de trepar árboles o de golpearse el pecho a lo orangután, pero aún haciendo todas esas monadas, la hembra niega el acercamiento y huye, y lo hace porque le encanta hacerse desear. Correr a toda pastilla con el culo al aire perseguida por el macho erecto de su elección es una experiencia maravillosa. El tipo trata de cazarla con el pene erecto. Ella al ver esa enormidad se inflama y asusta al tiempo. Luchan y pelean. Son luchas ideadas para demostrar que él es lo suficientemente fuerte, que dispone de la bravía necesaria como para merecer inseminarle. Caen de rodillas y se revuelcan en una batalla lujuriosa, se muestran los dientes, permiten que la saliva chorree por las comisuras para ceder por fin. Ella se dejará penetrar por ese especimen que la tiene tan tiesa, tan gorda y está tan excitado. Ese cerdo que sorprendentemente no teme insertar su apéndice en un hueco tan desconocido como atractivo y que se muestra seguro de sí, habilidoso a la hora de hacerse camino. No duda, el pura sangre, en sujetar firme a su hembra y en clavarle la potra. Esas embestidas camperas retumban en el vientre de la yegua que ya arquea la pelvis ofreciéndose, abandonándose a las sensaciones corporales. Los  maullidos de la leona harán callar, respetuosos, a los pajarillos del bosque.
(esta historia fue escrita para Sensuality)