Pues bien, Mario Vargas Llosa. al que han concedido ayer el premio Nobel, escribe erotismo desde una visión tremendamente varonil y sus textos huelen deliciosamente a testosterona de la rica, pero claro, son historias elegantísimas que consiguen emocionarme precisamente porque detrás de sus letras se puede ver la excitación de un hombre que ama a la mujer, que le excita la mujer a la que ama.
Es además la suya, una sensualidad muy original. No es común que los escritores eróticos se centren en alabar las bonanzas de una sola mujer en todo un libro y que además ésta sea una mujer madura -y entrada en carnes-. Tanto en “El Elogio de la Madrastra” como en “Los cuadernos de Don Rigoberto” la protagonista casi absoluta del deseo es Lucrecia, la esposa venerada de don Rigoberto, un señor que organiza los encuentros sexuales con su mujer elaborándolos meticulosamente, que disfruta largamente del deseo íntimo que le provoca la idea de acercarse a ella cada noche, que disfruta imaginándola en tal o cual tesitura sexual, que hurga puntillosamente en los placeres psicológicos de ella.
Son fantasías de un esposo enamorado hasta la médula, y resulta un erotismo morbosamente reconfortante. Claro que luego hay una trama paralela mucho más perversa, al plantearse la relación del hijo de don Rigoberto con Lucrecia, profundizando en el terreno escabroso del deseo de una mujer adulta hacia un niño, o de un niño hacia una mujer adulta. El autor se pasea por una cuerda floja consiguiendo que los personajes no pierdan dulzura e inocencia cuando los actos que realizan -o que suponemos que realizan- son muy obscenos.
En “Pantaleón y las Visitadoras” el erotismo es menos evidente, pero aquí Vargas Llosa destapa todo su humor. El protagonista es también un hombre casado, fiel a su esposa, que se ve como su libido se dispara al verse envuelto en un asunto disparatado como lo es la organización de un lupanar en la selva, ideado para poner a disposición de los soldados y evitar así las violaciones que se venían sucediendo.
Hay en el erotismo de Vargas Llosa una especie de apología de las voluptuosidades de los hombres de bien y éstos tres libros que he nombrado se encuentran entre mis favoritos.
Copio un párrafo de "El Elogio de la Madrastra"
Soy Candaules, rey de Lidia, pequeño país situado entre Jordania y Caria, en el corazón de aquel territorio que siglos más tarde llamarán Turquía. Lo que más me enorgullece de mi reino no son sus montañas agrietadas por la sequedad ni sus pastores de cabras que, cuando hace falta se enfrentan a los invasores frigios y eolios y a los dorios venidos del Asia, derrotándolos, y a las bandas de fenicios, lacedemonios y a los nómadas escitas que llegan a pillar nuestras fronteras, sino la grupa de Lucrecia, mi mujer.
Digo y repito: grupa. No trasero, ni culo, ni nalgas ni posaderas, sino grupa. Porque cuando yo la cabalgo la sensación que me embarga es ésa: la de estar sobre una yegua musculosa y aterciopelada, puro nervio y docilidad. Es una grupa dura y acaso tan enorme como dicen las leyendas que sobre ella corren por el reino, inflamando la fantsía de mis súbditos. (A mis oidos llegan todas, pero a mí no me enojan, me halagan).
Cuando le ordeno arrodillarse y besar la alfombra con su frente, de modo que pueda examinarla a mis anchas, el precioso objeto alcanza su más hechicero volumen. Cada hemisferio es un pariso carnal; ambos, separados por una delicada hendidura de vello casi imperceptible que se hunde en el bosque de blancuras, negruras y sedosidades embriagadoras que corona las firmes columnas de los muslos, me hacen pensar que en altar de esa religión bárbara de los babilonios que la nuestra borró. Es dura al tacto y dulce a los labios; basta al abrazo y cálida en las noches frías, una almohada tierna para reposar la cabeza y un surtidor de placeres a la hora del asalto amoroso. Penetrarla no es fácil; doloroso más bien, al principio, y hasta heroico por la resistencia que esas carnes rosadas oponen al ataque viril. Hacen falta una voluntad tenaz y una verga profunda y perserverante que no se arredan ante nada ni nadie, como las mías.
Cuando le dije a Giges, hijo de Dáscilo, mi guardia y ministro, que yo estaba más orgulloso de las proezas cumplidas por mi verga con Lucrecia en el suntuoso bajel lleno de velámenes de nuestro tálamo que de mis hazañas en el campo de batalla o de la equidad con el imparo de la justicia, él festejó con carcajadas lo que creía broma. Pero no lo era: lo estoy. Dudo que muchos habitantes de Lidia puedan emularme. Una noche-estaba ebrio- sólo por averiguarlo llamé al aposento a Atlas, el mejor armado de los esclavos etíopes. Hice que Lucrecia se inclinase ante él y le ordené que la montara. No lo consiguió, por lo intimidado que estaba en mi delante o porque era un desafío excesivo para sus fuerzas. Varias veces lo vi adelantarse resuelto, empujar, jadear y retirarse, vencido. (Como el episodio mortificaba la memoria de Lucrecia, a Atlas lo mandé luego decapitar.)
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Si quieres leer otra selección de textos eróticos de Mario Vargas Llosa:
Pantaleón y las visitadoras
Los cuadernos de don Rigoberto